por Fenix » Mar May 26, 2015 6:56 pm
El irremplazable papel del capitalista
por Laissez Faire •Hace 15 horas
La literatura marxista ha divulgado la idea de que el valor de cambio procede del trabajo y que, por tanto, es imposible que el capitalista genere valor sin trabajar. Siendo así, sus ganancias sólo podrán proceder de una apropiación del valor que sí generan sus alienados trabajadores: dado que el capitalista posee el control exclusivo de los medios de producción, es capaz de no remunerar a los proletarios por toda la jornada durante la que están generando valor. Es decir, el capitalista explota a los trabajadores arrebatándoles el plusvalor.
Sucede que la premisa de partida es errónea: la actividad económica del capitalista sí genera valor y su rol no puede ser simplemente eliminado. Si elimináramos a los capitalistas, alguien debería concentrar todas las funciones que hoy desempeñan, y ese alguien sería quien merecería la remuneración (plusvalor) que actualmente obtienen ellos. Pongamos un ejemplo intuitivo para comprenderlo.
Un mundo de pequeñoburgueses
Supongamos que vivimos en una sociedad donde todas las personas son trabajadores autónomos (no existe trabajo asalariado) y todos ellos cuentan con unos medios de producción valorados en 100.000 euros (a saber, cuentan con tierras, edificios, maquinaria o materias primas valorados en 100.000 euros y adaptados a la actividad profesional que realizan). La distribución de la riqueza es perfectamente igualitaria en esta sociedad, de manera que ni existen grandes capitalistas acaparadores ni tampoco desposeídos que se vean obligados a vender su fuerza de trabajo: simplemente existe división del trabajo en el sentido de que cada persona se especializa en producir unos pocos bienes que, ulteriormente, intercambio por los bienes que han producido otros autónomos.
¿Acaso con este conjunto de condiciones habríamos alcanzado un equilibrio económico estable donde la plusvalía y el trabajo asalariado fueran inexistentes? No. Incluso aunque todos los sujetos gozaran de idéntico poder negociador, aun cuando nadie obtuviera beneficios en un comienzo y aun cuando nadie recurriera a la violencia, necesariamente tendería a haber incrementos patrimoniales entre algunas personas y mermas patrimoniales entre otras.
Empecemos por constatar el hecho de que, para mantener el patrimonio, es necesario reinvertir recurrentemente una porción de nuestros ingresos: los inmuebles se deprecian, las máquinas se estropean, las tierras deben ararse y abonarse, etc. Es decir, no todos los bienes que se adquieren a otros productores pueden ser bienes de consumo, también es necesario adquirir bienes de capital a costa de ver reducidas nuestras posibilidades de consumo: para ello, pues, cada autónomo deberá ahorrar una parte de lo que ingresa y dedicarlo a la renovación de su propio equipo de capital. En tal caso, nos encontraremos con tres grandes grupos personas: aquellas que ahorran estrictamente lo necesario para reponer su capital; aquellas que ahorran más de lo estrictamente necesario y aquellas que ahorran menos de lo necesario. El primer grupo de personas logrará conservar su capital. El segundo grupo tenderá a incrementar su capital (dispondrá de un mayor número de bienes de capital con los que será capaz de fabricar una mayor cantidad de bienes de consumo en el futuro). Y el tercer grupo verá cómo su patrimonio se hunde (las máquinas se estropearán y no se habrán repuesto, las tierras perderán su fertilidad, los inmuebles dejarán de ser funcionales, etc.). Es más, podría haber personas que tuvieran un deseo tan apremiante de consumir ahora y tan pocas ganas de ahorrar para el futuro, que optaran por vender su patrimonio a otros individuos, los cuales se lo comprarían merced al ahorro de una mayor parte de sus rentas (es decir, unas personas consumirían mucho hoy a costa de desprenderse de su capital; otros incrementarían su capital a costa de consumir muy poco hoy).
Parece claro que, únicamente por esta razón, ya podrían darse muy profundos movimientos patrimoniales que llevaran a algunas personas a desprenderse de todo su capital y verse empujado en el futuro a tener que trabajar para otras personas que sí han mantenido o incrementado su capital. Pero la verdadera fuerza que explica los grandes movimientos patrimoniales no son las distintas predisposiciones a ahorrar o a consumir, sino el acierto o el error con el que se reinvierte el capital. Y es que, como ya hemos indicado, cada persona con un patrimonio debería seguir reinvirtiendo en él conforme sus activos se vayan deteriorando con el paso del tiempo. Ahora bien, estas decisiones de reinversión no son automáticas: cuando uno reinvierte ha de decidir en qué reinvierte y, al hacerlo, puede acertar (incluso acertar extraordinariamente) o equivocarse (también equivocarse estrepitosamente).
Así, en una economía caracterizada por la división del trabajo y los intercambios voluntarios, una de las tareas más complicadas que existe es justamente la de seleccionar los proyectos de inversión exitosos: no sabemos qué producir ni cuál es la mejor forma de hacerlo (de hecho, la respuesta a estas preguntas está continuamente cambiado, según se modifican las preferencias de la gente o el conocimiento de las técnicas disponibles) y, por tanto, es necesario dedicar ingentes recursos intelectuales a averiguarlo. Si en los años 90 una persona se hubiese empeñado a producir en su empresa máquinas de escribir (o actualmente móviles que no fueran smartphones, o cámaras analógicas, o navegadores de internet que no se adaptaran a las exigencias crecientes de los usuarios…) y hubiese seguido reinvirtiendo sus ingresos en mantener ese modelo negocio, hoy estaría arruinada: sus activos específicamente usables en la producción de máquinas de escribir no valdrían para nada. Por el contrario, si una persona reinvierte su capital de un modo cada vez más acertado y sus productos van concentrando una creciente demanda del público sin que otros productores sean capaces de emularlo a la hora de fabricar bienes tan valorados, su capital puede ir multiplicándose aun cuando partiera de una estricta posición de igualdad con el resto de empresarios (de hecho, aquellos bienes de otros productores que sean vistos como total o parcialmente sustitutivos verán caer su demanda y el capital de esos productores menos competitivos perderá su valor).
Nuevamente, pues, nos topamos con otro motivo que explica por qué unas personas pueden sobrecapitalizarse y otras descapitalizarse, llevando a las segundas a tener que trabajar dentro de los planes empresariales de los primeros (al menos, hasta que ahorren de su salario un capital suficiente como para volver a ser productores autónomos). Pero existe un tercer motivo, en parte derivado del anterior, que explica cómo podría desigualarse el patrimonio de las personas: ya hemos visto que a la hora de seleccionar dónde debe uno especializarse, se está incurriendo en un riesgo de pérdida patrimonial muy considerable. Ahora bien, no todos los planes de negocio son igual de arriesgados: existen sectores cuyos patrones de demanda o cuyas técnicas productivas son mucho más estables y previsibles que otros. No es lo mismo, por ejemplo, un restaurante de barrio con una clientela muy fiel que una start-up biotecnológica. Pues bien, aquellos sectores menos arriesgados tienden a ser los preferidos por los inversores adversos al riesgo: casi todos desean invertir en ellos, de modo que la competencia es muy intensa e inevitablemente los precios se igualan con sus costes. Ahora bien, existen otros sectores mucho más arriesgados donde, justamente por ello, la competencia es casi inexistente y donde, en consecuencia, los productores exitosos sí pueden cobrar precios más elevados que sus costes: es decir, donde pueden obtenerse beneficios (y donde los productores no exitosos acumulan pérdidas y se quedan sin capital).
Resulta bastante probable que, de la misma manera que las predisposiciones a ahorrar de todas las personas no son la misma, tampoco las predisposiciones a asumir riesgos sean idénticas, de manera que quienes tengan éxito en los sectores más arriesgados, irán viendo cómo su capital crece mucho más rápido que quienes prefieran el confort de los sectores menos arriesgados. Es más, podría haber personas tan adversas al riesgo que optaran por vender todo su patrimonio no para consumirlo, sino para invertir diversificadamente en una variedad de empresas muy poco arriesgadas: “diversificación + poco riesgo” implica que las probabilidades de pérdida patrimonial serán casi nulas, pero a cambio de esa seguridad las rentas que podrán obtenerse de tales inversiones también lo serán. Es decir, puede haber personas que, a cambio de no ver su patrimonio expuesto al riesgo de selección de malos proyectos, opten por renunciar a gestionar su propio patrimonio incluso aunque no obtengan ninguna renta a cambio de esa renuncia. Esas personas también se convertirían inevitablemente en trabajadores asalariados: dado que han colocado su patrimonio en una forma no generadora de renta (el equivalente a si hubieran guardado su dinero debajo del colchón), si quieren obtener ingresos tendrán que trabajar por ellos dentro del plan empresarial de otros capitalistas.
Las tres funciones claves del capitalista
A la vista de este ejemplo, creo que es fácil inferir cuáles son las tres funciones económicas valiosas que desempeña todo capitalista. Tal como explico en mi nuevo libro Contra la renta básica, éstas son: diferimiento de su consumo para financiar inversiones, selección de proyectos de inversión exitosos y concentración patrimonial de riesgos. Dicho de otro modo, el trabajador, a diferencia del capitalista, puede consumir el 100% de sus ingresos, no necesita dedicar nada de su tiempo a juzgar el acierto o desacierto de la línea de negocio en la que está ocupado y en caso de que quiebre la unidad productiva en la que trabaja, pierde su empleo pero no su patrimonio (imaginen qué sucedería si cada vez que quiebra la empresa donde uno trabaja, también perdiera el dinero ahorrado en su cuenta corriente o incluso su casa totalmente pagada).
Evidentemente, la función económica desempeñada por el capitalista es costosa y valiosa: tiene valor que sea él quien retrase su consumo para financiar una actividad, que sea él quien dedique su tiempo y esfuerzos a evaluar proyectos empresariales, que sea él quien concentre los riesgos de las inversiones. Si esas actividades no tuvieran valor y el capitalista no pudiera “cobrar” por ellas, tampoco tendrían valor y tampoco podría cobrarse por las siguientes actividades: una persona renuncia a ir de vacaciones a su segunda residencia a cambio de que un desconocido se la alquile durante un par de semanas (diferimiento del consumo); un arquitecto diseña una vivienda de una forma más funcional y barata que aquella que originalmente le habían encargado sus dueños (selección creativa de proyectos); una persona acepta asegurar el coche de otra persona contra accidentes (concentración patrimonial de riesgos). Si estas tres actividades con respecto a los bienes de consumo son valiosas y merecen remuneración, estas mismas tres actividades con respecto a los bienes de capital también serán valiosos y merecerán remuneración: y esa remuneración es lo que el marxismo llama “plusvalor” fruto de la explotación capitalista.
Más bien al contrario: si el capitalista estuviera obligado a prestar esas actividades valiosas y se le prohibiera cobrar por ellas, el explotado sería él.
El socialismo también le extrae el plusvalor al trabajador
Como hemos visto, el plusvalor no es más que el cobro legítimo por tres actividades valiosas desempeñadas por los capitalistas. Ahora bien, uno podría plantearse, ¿acaso si socializáramos los medios de producción no nos podríamos ahorrar todos esos costes y ampliar los salarios de los trabajadores?
Bajo el socialismo, es el conjunto de trabajadores los que deben asumir en sus propias carnes el coste de esas tres actividades. Son ellos los que deben ahorrar forzosamente; son ellos los que han de soportar el riesgo patrimonial de equivocarse (la socialización de riesgos es completa); y son ellos los que tienen que pagar forzosamente a los burócratas encargados de seleccionar proyectos productivos.
El propio Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, rechazaba que en una sociedad socialista el trabajador vaya a recibir “el fruto íntegro de su trabajo”. Al contrario, Marx pensaba que del fruto íntegro del trabajo era necesario restar: “primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos; segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción; tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos a fenómenos naturales, etc.”. Asimismo, del fruto íntegro del trabajo hay que deducir: “los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.” Es decir, Marx pretende que sea la colectividad de trabajadores los que ahorren (reponer los medios de producción e invertir para ampliar la producción), los que soporten el coste íntegro de los riesgo (fondo de reserva) y los que abonen el salario a los burócratas escogidos por el Politburó (gastos generales de planificación). ¿Qué sentido tiene este tipo de imposiciones generales e indiscriminadas? ¿Por qué los trabajadores que valoren más el consumo presente no pueden pagarle una comisión (plusvalor) a otra persona para que sea él la que ahorre una mayor parte del fruto íntegro de su trabajo para reponer el capital? ¿Por qué, asimismo, no pueden pagarle otra pequeña comisión (plusvalor) a otra persona para que sea esa la que centralice los riesgos derivados de los desastres naturales? ¿Y por qué no pueden ser ellos los que escojan a qué burócrata selector de proyectos pagarle por esa tarea intelectual (plusvalor)?
Las funciones del capitalista son irremplazables: si no las desempeña él, deberá desempeñarlas (y cobrarlas) otro. Para mucha gente, el coste de desempeñarlas puede ser mayor que el precio a pagar para que las desempeñe otro. ¿Por qué impedírselo? Al igual que si se nos rompe una cañería en casa podemos optar por contratar a un fontanero (se lleva parte de nuestros ingresos) o por repararla nosotros mismos (nos quedamos con la integridad de nuestros ingresos), para hacer frente a las condiciones, los riesgos y las dificultades de una economía caracterizada por la división del trabajo podemos dejarnos “explotar” por un capitalista o convertirnos en “autónomos autoexplotados”. Lo que no podemos hacer es contratar al fontanero y no pagarle, es decir, ser autónomos heteroexplotadores: a eso se reduce la vana ensoñación de muchos de los críticos de la explotación capitalista.
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