por Fenix » Jue Ago 13, 2015 6:36 pm
Por una sociedad (y un mercado) libre
por Laissez Faire •Hace 1 día
Santiago Navajas entra en el debate que manteníamos María Blanco, Almudena Negro y servidor a propósito de la relación entre democracia y liberalismo. Me temo que muchos de los puntos que menciona Santiago en su artículo ya han sido rebatidos o matizados en las ulteriores réplicas (I y II), pero en aras de la claridad intentaré recordar los puntos básicos:
- Reitero lo que ya he dicho en todos los artículos, aparentemente con poco éxito: yo no estoy planteando un debate anarcocapitalismo-Estado, estoy hablando de que el Estado, por muy democrático que sea, ha de reducir su ámbito de competencia a las mínimas indispensables para el respeto de las libertades básicas, ya que en caso contrario estará conculcando las libertades individuales (por muy democrático que sea ese Estado).
- El objetivo político básico del liberalismo es ése: reducir el Estado tanto como sea posible. El objetivo del liberalismo no es mejorar la democracia ni volverla más participativa, como dice Santiago. Ese es el objetivo del democratismo y, como mucho, podrá ser un objetivo secundario, auxiliar, subordinado al principal. Pero lo esencial para el liberalismo es que el Estado no gobierne la vida de las personas, sino que éstas se autogobiernen. Y, precisamente por ello, la superación (extremadamente parcial) de los defectos de la democracia que denunciaba en el artículo original será poco relevante: si el Estado tiene poco poder, por mal que funcione, importará poco. Warren Buffet suele decir que compremos acciones de empresas que hasta un tonto pueda dirigir, porque algún día lo hará. Parafraseándole, diría: contemos con un Estado que incluso la peor de las democracias no afecte significativamente a la vida de las personas.
- Los cambios políticos de calado —esto es, superar el consenso socialdemócrata y antiliberal en el que nos hallamos— no son incompatibles con el gradualismo, tal como parece sugerir Santiago. Un punto de llegada muy lejano puede alcanzarse a toda velocidad o muy despacio: en el primer caso, corremos el riesgo de estrellarnos; en el segundo de penalizar a generaciones enteras con un sistema disfuncional. Personalmente, prefiero los cambios graduales y sobre terreno firme: no en vano, en mi libro Una revolución liberal para España, planteo que, en ningún caso, podríamos efectuar la transición hacia un Estado del 5% en menos de 50 años. Ahora bien, una cosa es que defendamos el gradualismo teniendo claro el ambicioso destino final y otra, muy distinta, que so pretexto de que el liberalismo es gradualista caigamos en la dictadura del statu quo o nos convirtamos en siervos del consenso socialdemócrata. Que uno no sea revolucionario no significa que deba ser reaccionario o conservador radical: prudencia institucional, sí; conformismo estatista, no.
- No es verdad que el mercado sin democracia esté ciego. La democracia es un sistema para adoptar decisiones en grupo: la idea clave es que la voluntad orgánica del grupo (concepto inexistente, tal como demostró Arrow) debe primar sobre las voluntades particulares de cada uno de los miembros del grupo. El mercado —o la sociedad civil, por no caer en un reduccionismo mercantilizador— es todo lo contrario: tratos entre partes individuales y jurídicamente iguales. En sociedad, yo actúo según mis preferencias, no según las preferencias orgánicas de la sociedad: yo puedo ser católico, musulmán o ateo, con independencia de si el resto de mis conciudadanos consideran que todos debemos ser católicos, musulmanes o ateos. Sus preferencias son suyas y las mías son mías, y el liberalismo reclama que los demás toleren las mías a cambio de que yo tolere las suyas. La sociedad, entendida como el conjunto de relaciones entre partes, no necesita someterse a la democracia, entendida como el imperium de la voluntad orgánica de la totalidad de los individuos. Son dos sistemas organizativos diferentes y, repito, mi tesis —y la tesis histórica del liberalismo— es que la sociedad —y no el Estado democrático— debe regir la máxima cantidad de aspectos posibles de nuestras vidas. No más imperialismo democrático, sino más sociedad civil.
- Un ejemplo claro de esto último —y de que democracia no es liberalismo, aunque puedan convivir— es la propuesta de Santiago para regenerar la vida democrática: plantear consultas democráticas que no afecten a los derechos fundamentales, como si el Estado fuera un club. Esta tesis es enormemente problemática. Primero, porque, como el propio Santiago reconoce, el Estado no es un club: los clubes son de adscripción voluntaria, el Estado no; los clubes se limitan a un ámbito competencial previamente acotado, el Estado no; los clubes no pretenden tener soberanía sobre otros clubes, el Estado sí; las disputas entre un club y sus miembros las resuelven tribunales ajenos al club, en el caso del Estado no (para leer más sobre por qué el Estado no es una comunidad voluntaria dentro de la tradición liberal, Against Overlordship, de Daniel Klein). Segundo, el Estado tampoco pretende ser un club: el Estado reclama para sí mismo soberanía sobre cualquier manifestación social, por mucho que no le haya sido expresamente cedida por cada Todo club privado posee soberanía dentro del ámbito expresamente cedido por sus integrantes, no más allá: y por eso la cesión voluntaria de soberanía individual es clave para legitimar el club (¿nos imaginamos un club privado que pudiese forzar a la gente a formar parte de él y regular todos los aspectos de la vida de las personas que no han consentido con ello?). El Estado se declara soberano a priori sobre todos los individuos y por eso no pretende ser un club: porque considera que es soberano sobre las libertades de las personas; en realidad, pues, el Estado es mucho más parecido a una cárcel (arquía pura y dura). Tercero, las limitaciones constitucionales que propugna Santiago o son la certificación de victorias políticas de las libertades individuales sobre la soberanía estatal (es decir, se reconoce socialmente que la libertad de cada persona está por encima de la soberanía del Estado) o son meras cartas otorgadas del Estado por las que promete que va a autorrestringirse mientras así lo desee. Y aquí es donde entra el gran peligro del imperialismo democrático: las constituciones actuales actúan de facto como cartas otorgadas del Estado pero legitimadas/refrendadas por la voluntad democrática del pueblo. En la actualidad, no es el Estado patrimonial el que se considera soberano sobre la libertad de las personas, sino el Estado democrático: por eso, si no socavamos la legitimidad de la democracia para imponerse sobre las libertades de las personas, el ejercicio de Santiago concluye en un mero apoyo retórico a la carta otorgada democrática; a saber, mientras el pueblo así lo quiera, el pueblo reconocerá democráticamente una esfera u otra de derechos fundamentales a cada persona, pero cuando el pueblo quiera someter tales derechos fundamentales a consultas democráticas, tendrá el derecho absoluto a hacerlo a través de unos comicios.
- Ese es el escenario contra el que el liberalismo se rebela. La democracia carece de primacía sobre las libertades personales. Y, justo por ello, no pueden efectuarse consultas populares sobre ningún ámbito de mi libertad que no haya expresamente cedido a la asamblea democrática. Qué es fundamental y qué no no es una materia que deba ser definida por la propia asamblea democrática, sino por uno mismo, dado que cada cual es soberano sobre sus libertades no expresamente cedidas. Es esa libertad individual la que permite la libre asociación y, a través de ella, el funcionamiento de democracias dentro de asambleas a las que uno libremente se haya adherido: por ejemplo, en comunidades de vecinos, de regantes o en cooperativas. Pero al revés no funciona: uno no debe verse coactivamente anexionado a una asamblea democrática para cuestiones en las que no ha consentido expresamente. Por eso el imperialismo democrático del Estado debe ser tajantemente rechazado: si el Estado no es un club, pero el Estado es necesario (que puede que lo sea), el Estado habrá de restringirse a las actividades ultramínimas para las que sí es necesario… pero no abarcar otras bajo el pretexto de la hiperlegitimidad democrática. En todas las áreas donde el Estado no sea absolutamente indispensable (prácticamente todas), será la sociedad civil y no la democracia la que prevalecerá. Ése es el mensaje liberal; el otro, el del imperialismo democrático.