por Fenix » Jue Jun 25, 2015 6:17 pm
Liberalismo, socialdemocracia y comunismo
por Laissez Faire •Hace 12 horas
Los siguientes textos están tomados del nuevo libro de Juan Ramón Rallo,Contra la renta básica, donde se articula una crítica económica y filosófica a todas las corrientes de pensamiento que históricamente han defendido la redistribución de la renta: entre ellas, la socialdemocracia, el comunismo, el republicanismo, el ecologismo, el feminismo o el fascismo.
El liberalismo es una corriente de pensamiento cuyo valor central es la libertad de cada individuo para desarrollar sus propios proyectos vitales respetando ese idéntico derecho en las demás personas. El filósofo Chandran Kukathas lo define muy apropiadamente del siguiente modo:
El término liberalismo se identifica con un paradigma político que responde a la diversidad humana mediante la defensa de instituciones que permitan la coexistencia de distintas creencias y modos de vida; el liberalismo acepta la pluralidad de esas creencias y modos de vida (la multiplicidad de valores religiosos y morales en el mundo moderno) y promueve la tolerancia. El liberalismo se diferencia de otras filosofías políticas en que rechaza la idea de un orden social orgánico y espiritualmente unificado, dentro del cual los intereses de los individuos se alinean en perfecta armonía con los intereses de la comunidad. Los individuos poseen fines distintos y no existe un único objetivo común que todos deben compartir; y necesariamente estos fines suelen entrar en conflicto. La cuestión a resolver desde un punto de vista liberal es la de cómo regular, y no la de cómo erradicar, tales conflictos.
El liberalismo, pues, requiere de un marco jurídico dentro del que conciliar los distintos intereses de las personas: se trata de buscar principios de justicia generales que, reconociendo a los individuos como agentes intencionales que intentan realizar sus fines personales, establezcan las bases para posibilitar la simultánea consecución de esos distintos fines personales dentro de una sociedad (Lomasky). Así, según el liberalismo, existen tres principios básicos de justicia que permiten lograr la mentada conciliación y coexistencia entre los proyectos vitales de las distintas personas:
Principio de libertad (In dubio, pro libertate): En caso de duda, debe respetarse la libertad de acción de cada persona. Cada ser humano debe poder determinar por sí mismo cómo actuar a menos que existan poderosas razones para que otro agente se lo impida: es una presunción a favor de la no agresión (Chartier). Otra forma de expresarlo es decir que todo lo que no esté expresamente prohibido, está permitido y que, en consecuencia, la carga de la prueba para prohibir o para imponer una acción humana a terceros recae sobre quien quiere prohibirla o imponerla. La razón por la que la carga de la prueba debe recaer sobre quien desea ejercer la violencia y no sobre quien la soporta es la misma que justifica la presunción de inocencia (Jasay, Gaus): para probar que una persona es culpable, basta con acreditar un hecho por el cual no es inocente; para probar que una persona es inocente, no basta con acreditar un hecho por el cual es inocente, sino que habría que demostrar que es inocente bajo todos los hechos imaginables (por ejemplo, para demostrar que una persona no es inocente, basta con probar que es un ladrón; para probar que es inocente, no basta con probar que no es un ladrón, ya que podría ser un asesino, un estafador…). Por consiguiente, como regla general la gente ha de poder decidir libremente qué cursos de acción sigue sin que un tercero se lo pueda impedir a menos que ese tercero alegue motivos suficientemente fundados (fundamentación que se articulará a través de los otros dos principios de justicia que estudiaremos a continuación). Mucho peor que vivir una existencia en la que uno es incapaz de lograr sus objetivos personales es vivir una existencia en la que uno está obligado a someterse a objetivos personales ajenos que le resultan moralmente repudiables (Kukathas). El principio de libertad, por tanto, proscribe la violencia física no consentida: una persona no puede agredir a otra en contra de su voluntad para impedirle hacer aquello que quiere ni, sobre todo, para obligarle a hacer aquello que no quiere.
Principio de propiedad (Quod autem nullius est id naturali ratione occupanti conceditur): La acción deliberada y la consecución de los fines de cada individuo no tiene lugar en el vacío, sino que necesita establecer una relación instrumental con nuestro entorno material. Este entorno material contiene gran parte de los medios necesarios para la realización de los planes vitales de cada persona. Por consiguiente, es obvio que todo agente necesita establecer algún tipo de relación con su entorno: impedirle establecer tal relación sería equivalente a transgredir el principio de libertad, en tanto en cuanto de facto estaríamos socavando sus planes de acción. Sucede que la inmensa mayoría de nuestro entorno no admite de usos sincrónicos: dos personas no pueden emplear la misma cosa a la vez para objetivos contradictorios. Por tanto, no sólo se hace necesario reconocer que los seres humanos deben establecer algún tipo de conexión con el entorno para poder utilizarlo, sino que además hemos de disponer de algún criterio para determinar el orden de prelación de uso del entorno por parte de las distintas personas (Lomasky). El criterio que permite simultáneamente garantizar el respeto sobre el uso que cada persona efectúa del entorno y, a su vez, establecer una imparcial prelación entre las distintas reclamaciones potenciales de uso es la llamada apropiación originaria. A saber, la ocupación de las cosas sin dueño concede el título de propiedad sobre ellas; otra forma de expresar este principio es que “quien encuentra primero algo, se lo queda” o “finders, keepers”.
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Principio de voluntariedad contractual (Pacta sunt servanda): Los pactos están para ser cumplidos. Si una parte emite una declaración con la voluntad de asumir obligaciones ante un tercero, es razonable que cumpla con esas obligaciones. Los contratos sirven justamente para eso: para crear nuevos derechos y obligaciones entre partes a partir de acciones orientadas a tal fin (Searle). Los contratos, pues, sirven para que dos o más partes modulen y modifiquen formalmente el contenido y las implicaciones del principio de libertad y del principio de propiedad.
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Rawls defiende la necesidad de que el sistema político respete la autonomía personal para perseguir concepciones heterogéneas del bien personal y del bien común que no impliquen convertir a ninguna persona en el medio de otra: esa es precisamente la diferencia que establece Rawls entre concepciones integrales de justicia (los principios de justicia sólo pueden ser defendidos desde una única perspectiva filosófica) y concepciones políticas de justicia (los principios de justicia pueden ser defendidos por una pluralidad de perspectivas filosóficas). El error del filósofo estadounidense fue considerar que sus dos principios de justicia (“la justicia como equidad”) constituían una concepción política de la justicia que otorgaba un amplio espacio social a los ciudadanos para que desarrollaran estilos de vida muy variados. Pero no: sus principios forman inexorablemente parte de una concepción integral de justicia (la socialdemócrata) por cuanto proscriben concepciones de justicia estrictamente liberales, mientras que las concepciones de justicia estrictamente liberales no proscriben concepciones de justicia socialdemócratas como la de Rawls, sino que permiten que florezcan junto a muchas otras concepciones de justicia (de ahí que el consenso mínimo sobre tales “principios marco” sí sea propiamente universalizable o al menos mucho más universalizable que los principios de Rawls). En este sentido, lo que afirma el filósofo Jason Brennan con respecto al ideal de justicia socialista (con respecto a la “utopía” socialista) es perfectamente aplicable a los principios de justicia de Rawls o a cualesquiera otros principios de justicia excluyentes y no incluyentes: “Existe una asimetría esencial entre la utopía capitalista y la utopía socialista: los defensores del capitalismo permiten el socialismo, pero los defensores del socialismo prohíben el capitalismo. El capitalismo permite a la gente ser propietario individual, pero también ser propietario colectivo. Por el contrario, el socialismo le prohíbe a la gente ser propietario individual y sólo permite la propiedad colectiva. Una utopía capitalista sí permitiría a la gente crear comunas, pero una utopía socialista le prohibiría a cualquier persona ser propietario de una fábrica” (Brennan).
En suma, los principios de justicia rawlsianos no respetan suficientemente la separabilidad de las vidas y de las experiencias humanas: no reconocen suficientemente a las personas como agentes intencionales con proyectos vitales muy distintos. Y no lo hacen por cuanto impiden que cada una de esas personas configure y reconfigure la comunidad política que desea integrar, convirtiéndolas en rehenes de unos acuerdos maximalistas que resulta inverosímil que hubiesen sido adoptados en una posición original. Distinto es el caso del metamarco de justicia liberal que promueve Nozick, donde las personas sí son tratadas como sujetos igualitarios de derecho en tanto en cuanto pueden tomar decisiones morales propias a la hora de negociar bilateral o multilateralmente las normas específicas que aceptan que rijan en sus vidas. Tal como señala el filósofo Matt Zwolinski: “La teoría liberal sobre los derechos de Nozick respeta verdaderamente la idea de que ninguna persona debe ser tratado como un fin para los medios ajenos, mientras que el aparente compromiso de Rawls a este mismo fin es socavado por su concepción extremadamente estrecha sobre los aspectos morales significativos de una persona y por su concepto extremadamente expansivo sobre los aspectos morales arbitrarios” (Zwolinski). Quien verdaderamente describió los principios propios de una concepción política de la justicia fue Nozick; Rawls, pese a intentar lo contrario, sólo fue capaz de proponer los principios propios de una concepción integral de la justicia desde el punto de vista socialdemócrata.
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Esta visión idealizada de la democracia deliberativa dirigida a alcanzar consensos sobre las acciones del Estado acarrea, empero, diversas dificultades. La primera es que los ciudadanos no están por lo general interesados en informarse profundamente sobre los asuntos públicos sometidos a votación, ya que el coste de adquirir esa información es enorme (tiempo, esfuerzos, recursos, etc.) y la influencia de cada voto individual a la hora de determinar el resultado final de una votación es muy reducida: es lo que se denomina “ignorancia racional del votante” (Downs). De ahí que quienes tiendan a influir en las decisiones políticas sean o minorías organizadas con capacidad para presionar a los mandatarios (lobbies) o grupos de votantes flotantes que pueden aliarse con alguna de las coaliciones mayoritarias para extraer rentas del pacto (tal como ilustra, por ejemplo, la Ley de Director [Stigler]). Es verdad que en la democracia deliberativa los incentivos a formarse e informarse son mayores que en la democracia representativa, pues los ciudadanos mejor formados e informados tendrán una mayor capacidad para persuadir al resto de conciudadanos (en cierto modo, es como si su voto fuera más valioso), pero el problema de fondo continúa sin resolverse: en la democracia deliberativa, cada ciudadano sigue careciendo de incentivos para escuchar y procesar los argumentos de todos sus restantes conciudadanos, resultándole en cambio más cómodo aferrarse a sus ideas preconcebidas o, sobre todo, a las del grupo ideológico con el que se siente más identificado (Van der Vossen).
De hecho, si algunas facultades personales se revalorizan especialmente en la democracia deliberativa no son tanto las de informarse diligentemente sobre los asuntos debatidos, cuanto las que permiten manipular más eficazmente a los demás en beneficio propio (retórica tramposa, propaganda, populismo, demagogia, apariencia…): justamente, serían estas personas o grupos más habilidosos a la hora de persuadir a los demás quienes lograrían instrumentar la coacción estatal en su favor dominando a los restantes ciudadanos, aun cuando éstos no fueran conscientes de ello. Por eso, la deliberación democrática puede, paradójicamente, alejarnos de la verdad en lugar de acercarnos a ella: dado que el auténtico objetivo de la deliberación no es la honesta búsqueda social del bien común, sino la conquista e instrumentación del poder estatal en provecho de alguna parte, la argumentación desplegada por cada ciudadano ante los demás buscará justificar la promoción de sus intereses personales, aun cuando tales argumentaciones sean falaces o desinformadas. En cierto modo, la democracia deliberativa incentiva a cada ciudadano a que contamine el espacio público con mentiras pergeñadas a su ventajista medida: en especial, incentiva a ello a aquellos ciudadanos o grupos de ciudadanos con mayores intereses y recursos para lograrlo, como sucede con partidos políticos y lobbies profesionales (Pincione y Tesón).
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Cuando el materialismo histórico marxista se ha expresado en términos que permitían contrastar su validez histórica, no ha quedado otro remedio que concluir que era falso; cuando, en cambio, el materialismo histórico ha pretendido protegerse de sus principales puntos flacos, ha terminado formulándose en unos términos tan generales y vagos que prácticamente ha permitido compatibilizarlo con cualquier acontecimiento histórico, relegándolo a la categoría de pseudociencia. Tal como sentenció lapidariamente Karl Popper: “En las formulaciones iniciales de la teoría marxista de la historia (por ejemplo, cuando más pronosticaba la “venidera revolución social”), sus predicciones resultaban comprobables y fueron de hecho refutadas. Pero en lugar de aceptar estas refutaciones, los seguidores de Marx reinterpretaron tanto la teoría como la evidencia para compatibilizarlas. Al hacerlo, rescataron a la teoría de la refutación, pero lo hicieron al precio de convertirla en irrefutable (…) y por tanto destruyendo su muy predicado estatus científico”. (Popper). O en palabras del filósofo polaco Leszek Kolakowski: “Considerado como una teoría que explica todo cambio histórico por el progreso técnico y toda civilización por la lucha de clases, el marxismo es insostenible. Como una teoría de la interdependencia de la tecnología, las relaciones de propiedad y la civilización, es trivial”.
No en vano, incluso el filósofo Gerald Cohen –(…) el autor de la reformulación más sistematizada y sofisticada del materialismo histórico– llegó a reconocer años después la problemática fundamentación delmaterialismo histórico: “Antes de comenzar a escribir mi libro, estaba convencido de que el materialismo histórico era cierto y esa convicción sobrevivió más o menos después de finalizarlo. En los últimos tiempos, sin embargo, me he replanteado hasta qué punto la teoría que defiende mi libro es cierta. No es que ahora crea que el materialismo histórico sea falso, pero no sé muy bien cómo explicar si es cierto o si no lo es” (Cohen).
Por todo ello, el materialismo histórico no constituye una sólida base para rechazar la existencia de principios universales y atemporales de justicia, tales como los planteados por el liberalismo.
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Habiendo fracasado el comunismo tanto en la teoría como en la práctica a la hora de establecer un sistema social que respete la libertad de los individuos y multiplique sus opciones vitales –incluyendo su versión suavizada de llegar a una res communis a través del establecimiento de una renta básica–, sólo cabe preguntarse cuál es el motivo de que, a pesar de todas las refutaciones teóricas y de toda la evidencia empírica, el sistema comunista siga seduciendo a millones de personas y pareciéndonos intuitivamente correcto.
Y la razón parece estar, precisamente, en el comunismo primitivo en el cual comenzó la historia según el materialismo histórico y al cual deberíamos regresar en una versión modernizada para alcanzar el fin de la historia: los seres humanos somos fruto de la evolución y, por tanto, nuestra mente también lo es. La mente humana se ha conformado y adaptado durante varias decenas de miles de años al entorno propio de cazadores y recolectores (Rubin): grupos pequeños, con fuertes lazos de reciprocidad y ayuda mutua para garantizar su supervivencia, con una muy limitada división del trabajo y acumulación de capital, y con completa ausencia de crecimiento económico (la producción y distribución de bienes eran un juego de suma cero). Nuestras mentes, por consiguiente, están adaptadas para razonar y sobrevivir en un mundo antiguo que no es nuestro mundo moderno: un mundo antiguo caracterizado por un comunismo primitivo que erróneamente pretendemos trasladar a nuestro mundo moderno caracterizado por las amplias sociedades abiertas que sobreviven y prosperan merced el crecimiento económico continuado en un marco caracterizado por la división del trabajo, la acumulación del capital y el intercambio recíproco. Es, pues, exactamente como decía Leszek Kolakowski: el marxismo obtiene su fuerza de la necesidad psicológica de creer en él. Las reglas del comunismo primitivo, dentro de las cuales se ha desarrollado nuestra mente, no sirven para las modernas sociedades complejas: el comunismo utópico cuyo advenimiento profetizaba Marx –o la renta básica dentro de una sociedad comunal que defienden Hardt y Negri– sólo son, en última instancia, el subproducto de una mente evolutivamente atrapada en la era de los cazadores y recolectores. El comunismo no es el futuro de la humanidad, sino su muy arcaico pasado.
Nota: Las referencias bibliográficas a autores aparecen simplificadas, pero en el original figura en su forma completa.