El embajador en México perdió su trabajo por decir la verdad
Por Mary Anastasia O'Grady
El presidente mexicano, Felipe Calderón, demoró más de tres meses pero el 19 de marzo finalmente logró su objetivo. Ese fue el día en que la secretaria de Estado, Hillary Clinton, anunció que había aceptado la renuncia del embajador estadounidense en México, Carlos Pascual.
Pascual se granjeó la ira de Calderón por los informes críticos sobre la guerra contra las drogas en México que envió a Washington en 2009 y 2010. Se suponía que esos despachos eran confidenciales, pero cuando salieron a la luz pública en diciembre, cortesía de Wikileaks, enfurecieron al mandatario mexicano quien habría pedido la destitución de Pascual.
Calderón se libró de un diplomático cuya "ignorancia", como lo expresó el presidente al diario El Universal en una entrevista publicada el 22 de febrero pasado, "se traduce en una distorsión de lo que ocurre en México".
No cabe duda de que en la residencia presidencial de Los Pinos impera un sentimiento de que el honor mexicano, especialmente el del ejército, ha sido reivindicado. Sin embargo, la afirmación de que Pascual no estaba a la altura de las circunstancias es insostenible. Los análisis del embajador, y los de sus colegas en la embajada que también redactaron algunos cables filtrados, pueden haber sido demasiado francos para su posterior exposición pública, pero distaban de ser controversiales. De hecho, parece más probable que los cables hayan tocado una fibra sensible porque eran muy precisos.
El mayor problema para Calderón y Estados Unidos es que los cables revelan el grado de ineficacia de las pesadas burocracias gubernamentales a ambos lados de la frontera en el combate contra los despiadados narcotraficantes. Los narco hacen prácticamente lo que quieren mientras los burócratas toman nota de la carnicería.
Un ejemplo es el cable de marzo de 2009 llamado "Ciudad Juárez en un punto de inflexión", firmado por la encargada de Negocios, Leslie Brassett. Describe la respuesta de México durante 2008 "a una ola de violencia sin precedentes" en el estado norteño de Chihuahua con "el despliegue de alrededor de 2.000 soldados y 500 oficiales de la policía federal". Continúa diciendo que si bien la operación "tuvo éxito hasta cierto punto en desarmar a los carteles… como iniciativa de seguridad pública demostró ser un fracaso significativo". Esa es la razón por la que "a medida que continuaba el baño de sangre en Juárez en los primeros meses de 2009", el gobierno decidió que "desplegaría 5.000 soldados adicionales y 2.000 policías a esa áerea para retomar el control de lo que era una situación que se estaba deteriorando rápidamente".
La medida produjo una "drástica-aunque posiblemente temporal caída en la violencia desde la llegada de las fuerzas federales". Pero el cable también hacía notar que nadie sabía las razones. Ninguna de las teorías incluía la posibilidad de que los buenos estuvieran ganando la batalla. El gobierno de Ciudad Juárez "sugiere que la operación está causando el "efecto cucaracha", forzando a los operadores de los carteles a dispersarse y trasladarse a otros estados de la frontera". Mientras tanto, los agentes del orden en Estados Unidos y el ejército mexicano creían que los mafiosos estaban "simplemente adoptando un bajo perfil para observar y recopilar inteligencia" y que probablemente "reanudarían la lucha".
Un cable de octubre de 2009, firmado por Pascual, informaba que el subsecretario mexicano de Gobierno de la Secretaría de Gobernación, Gerónimo Gutiérrez Fernández, lamentaba que la primera fase de la Iniciativa de Mérida (US$400 millones para la guerra contra las drogas aprobados por el Congreso en junio de 2008) no contenía "suficiente pensamiento estratégico". Había un énfasis excesivo "en los equipos, cuando saben que se demora en llegar y se demora todavía más en ser de utilidad directa", e insuficiente en la articulación de instituciones.
El cable prosigue: "(Gutiérrez Fernández) siguió diciendo, sin embargo, que ahora se da cuenta que ni siquiera hay tiempo para que la construcción de instituciones se consolide en los años que quedan del gobierno Calderón. "Tenemos 18 meses", dijo, "y si no producimos un éxito tangible que sea perceptible por el pueblo mexicano, va a ser difícil sostener la confrontación en la próxima administración". "Expresó una preocupación real ante la posibilidad de perder ciertas regiones", leía el cable.
Pascual informó que poco después de que 15 estudiantes universitarios y de enseñanza secundaria, sin vínculos con los carteles, fueran masacrados en enero de 2010, Calderón "creó un nivel sin precedentes de compromiso de parte de cada nivel del gobierno para abordar la violencia en Juárez". También escribió que Estados Unidos estaba "en buena posición para apoyar esfuerzos para implementar estrategias nuevas y creativas". La cantidad de muertos por la guerra contra las drogas en Juárez durante 2010 superó los 3.000.
En noviembre de 2009, Pascual escribió que la estrategia de seguridad de México "carece de un aparato de inteligencia efectivo que produzca información de alta calidad y operaciones bien focalizadas" y también que había resistencia a compartir información debido a que algunas unidades veían "a los comandantes militares locales como frecuentemente infiltrados por el crimen organizado". En otro cable, Pascual sostuvo que el ejército mexicano ignoró datos de inteligencia entregados por Estados Unidos para dar captura al narcotraficante Arturo Beltrán Leyva, que luego fue asesinado por infantes de marina mexicanos.
No es de extrañar que las observaciones de Pascual fueran consideradas injustas dado el precio que México ha pagado combatiendo el hábito de consumir drogas en Estados Unidos. Pero es la veracidad de los informes de la embajada sobre los eventos, al demostrar la futilidad del esfuerzo, lo que causa más daño a la noble causa de Calderón. Despedir a Pascual no cambia nada de eso.